Entre el color y la fe
Guatemala 2016 - 2018
Día de los Muertos
“¡Oh, cielo de mi patria!
¡Oh, caros horizontes!
¡Oh, ya dormidos montes!
La noche ya os cubrió:
Adios, Oh, mis amigos,
Dormid, dormid en calma,
Que las brumas en el alma,
¡Ay, ay! Las llevo yo.”
El poema fue escrito por Juan Diéguez Olaverry y está inscrito en el mirador "Mirador Juan Diéguez Olaverry" en Huehuetenango, Guatemala.
En 2018 recorrí durante varios días el occidente de Guatemala, visitando los pueblos donde la celebración del Día de los Muertos se mezcla con la vida cotidiana. Desde Antigua hasta las montañas de Huehuetenango, el viaje fue una sucesión de colores, silencios y rituales que revelaban una misma certeza: la muerte aquí no se teme, se acompaña.
En Alotenango, el volcán todavía marcaba la vida del lugar. Entre los restos de la erupción, algunas familias seguían buscando algo —un objeto, una señal, una historia que no se hubiera perdido del todo. Había silencio, pero no resignación. En las grietas de la tierra, entre la ceniza y las flores, la gente encendía velas, como sila luz pudiera reconstruir lo que el fuego había borrado. Allí comprendí que el duelo no es quietud, sino búsqueda.
Más al norte, en Quetzaltenango, Huehuetenango y Chiantla, los cementerios se alzaban sobre las laderas, pintados de colores vivos: azul, rosa, verde, amarillo. Cada tumba parecía una pequeña casa con flores en la puerta y retratos en las paredes. No había tristeza, sino presencia. En Guatemala, la muerte no se esconde; se visita, se conversa, se adorna.
En Todos Santos Cuchumatán, la celebración alcanzaba su punto más intenso. Desde temprano, los hombres vestidos con trajes rojos y rayas blancas cabalgaban por las calles, alzando botellas y gritos. Las carreras de caballos eran el centro del día: una mezcla de competencia, ofrenda y trance. Con el paso de las horas, el fervor se confundía con el cansancio y la bebida. Algunos terminaban tendidos en el suelo, dormidos o inconscientes, mientras otros seguían festejando. En ese desorden había algo profundamente humano: una necesidad de honrar la vida empujándola hasta el límite.
Los cementerios de la región se llenaban de familias. Mujeres y niños llegaban con canastas de flores, comida y aguardiente. Se limpiaban las tumbas, se encendían velas, se compartían platos, risas y silencios. En Zunil y Nebaj, el aire olía a maíz cocido y a tierra húmeda. Los cometas de papel subían al cielo, flotando sobre las cruces pintadas. Cada vuelo era una carta, una conversación con los que ya no están.
Pasamos varios días entre esos pueblos, observando cómo la vida y la muerte se tocaban en cada gesto. Al atardecer del último día, llegamos a Atitlán. El lago estaba quieto, como si guardara el eco de todo lo vivido. Las montañas se reflejaban en el agua, y las luces de las casas parecían pequeñas ofrendas flotando. En ese reflejo entendí que el Día de los Muertos no habla de ausencia, sino de permanencia.
En el occidente de Guatemala, la muerte se celebra como un regreso. No hay frontera entre el rito y la fiesta, entre el dolor y la risa. Todo convive: la música, la embriaguez, las flores, las plegarias. La fe se confunde con la herencia, y en ese desorden —tan humano, tan antiguo— se revela el hilo que no se rompe.
La memoria en el hilo
Durante mis recorridos por Guatemala, entre Semana Santa y el Día de los Muertos, visité talleres y hogares donde las mujeres continúan tejiendo con el mismo método ancestral: el telar de cintura. Es una práctica que atraviesa generaciones, conservada casi intacta desde tiempos prehispánicos. Cada comunidad tiene sus propios diseños, colores y símbolos; un lenguaje textil que permite reconocer el origen de quien lo viste. Los hilos se tiñen con pigmentos naturales y se tensan entre dos extremos: un poste o árbol y el cuerpo de la tejedora. El movimiento del telar es también el movimiento del cuerpo. El huipil, la prenda tradicional que resulta de este proceso, es mucho más que una vestimenta. En él se entretejen identidad, historia y fe. En las montañas de Huehuetenango predominan los tonos tierra y rojos profundos; en las aldeas de Sololá, los azules recuerdan el reflejo del lago; en Chichicastenango, los colores vibran como los mercados y las ofrendas. Cada región habla en su propio idioma visual.
Al observarlas trabajar, entendí que tejer es una forma de meditación. Las mujeres se sientan en el suelo, con las piernas cruzadas, y comienzan a mover el cuerpo con un ritmo constante. El sonido del telar es seco, repetido, casi musical. La concentración es absoluta. A veces conversan mientras hilan, otras guardan silencio. El tiempo se mide en repeticiones, en hilos que se entrecruzan hasta formar figuras geométricas, flores o animales. El taller no siempre es un espacio cerrado: puede ser una galería de color bajo un techo de palma, o el corredor de una casa donde el sol cae sobre los hilos. En algunos lugares, los tejidos se extienden sobre el suelo o se cuelgan en las paredes, formando un mosaico que cuenta la historia de cada familia.
Los huipiles terminados se doblan con cuidado y se guardan como si fueran libros. Cada uno contiene una historia, un origen, una manera de mirar el mundo. En el tejido, como en la fotografía, hay una forma de detener el tiempo. Ambos buscan preservar lo invisible: la memoria en el hilo, la vida en el color.
Algunos de esos huipiles, adquiridos durante mis viajes, más tarde encontraron una nueva vida como parte de mi línea de carteras. Fue otra forma de continuar el hilo: transformar sin borrar, mantener viva la historia a través del uso y del gesto.